29 de agosto de 2007

Absurdo fútbol de un miércoles a las 14 horas

AGENCIA TELAM

Como alguna vez fue mi sueño, después de haber presenciado un partido de fútbol me siento frente a un teclado (claro que, antes, lo imaginaba en una grande y barullosa redacción). A pocos seres humanos en la faz de la tierra se les puede ocurrir que un partido oficial profesional, con público, a cielo abierto, sea disputado un miércoles laborable a las 14.10 horas. Esos pocos habitan en esta latitud y longitud del Cono Sur: arguyen motivos de seguridad para semejante salvajada. Tal absurdo atrevimiento me incitó a acercarme al Estadio Monumental para seguir en carne. No fui el único. Al parecer, la afición riverplatense no encuentra trabajo, o no le interesa trabajar (efectos no deseados de los "Planes familia" o "Planes trabajar" del Estado) o, en su defecto, son todos patrones. Una de tres. Si no, alguien que me explique ¿cómo han hecho 25 mil personas para escaparse de sus obligaciones a mediodía, en pleno trabajo, y darse el lujo de seguir River-Estudiantes tomando sol a cuatrocientos metros del Río de La Plata? Buena pregunta, ¿no?

River marcha penúltimo en el torneo y su equipo juega bastante mal, según la prensa especializada. Yo observo que el monumental estadio no dispone instalaciones cómo debería, la institución tiene un pasivo de millones y su Borrachos del tablón -pese a que el hormigón lo reemplazó hace años en las canchas de Primera División- se mandan a matar por dinero y poder (todo un clásico). Su archirival, Boca Juniors, tiene una economía algo más saneada, el estado de su estadio es envidiable y este cuadro obtuvo cinco títulos continentales y dos intercontinentales más que River. A lo que se debe añadir que la hinchada de Boca, de media, lleva unas 10 mil personas más por partido que los de Núñez y el seguimiento de los medios de comunicación es ligeramente superior. Pese a ello, en el tablero electrónico de River se jacta de ser "El más grande, lejos". Lejos, por supuesto. Condición sublime les otorga la suficiencia a sus autoridades de cobrar el 5% del sueldo base en este país para ingresar al estadio a quienes no pagan la cuota mensual del club. Reitero: miércoles laborable a las 14.10 horas. Otro absurdo. ¿Acaso hay algo racional o racionado en el mundo del fútbol? Qué ingenuo soy.

El operativo de control lleva a cabo un partido homenaje a la torpeza. En la avenida Udaondo, una de las principales vías de acceso al estadio, un cordón policial cachea a los hinchas. Si uno se desvía una cuadra barrio adentro, el vallado de la Policía Federal no existe. Antes de ingresar en a cada tribuna, existe otro cacheo, no obstante. La intensidad del manoseo del agente es inversamente proporcional a la cantidad de personas que se encuentran detrás de uno, ávidos de volver a ver la postal del verde chato 3D y las tribunas semivacías en perspectiva interior.

Irritado por los elevados precios, intento infiltrarme en la tribuna visitante, la de Estudiantes, porque, sencillamente, es más barata. Y en la popular local, junto a los Borrachos del tablón, ni borracho: con aquel grupo de hinchas no comparto ni los cantos ni los escalones. No se los debe apoyar ni de esa forma. No hay suerte, al fin y al cabo, ya que no puedo instalarme en la bandeja visitante, puesto que las entradas sólo se vendían en la sede de ese club en La Plata. No queda otra, entonces, de regresar a las boleterías y desinflar la billetera. Compro un ticket en la tribuna Centenario, debajo de la tribuna a la cual pretendía ingresar. Y a casi 200 metros de los individuos que extorsionan a los otros hinchas pidiendo limosna"para aguantar los trapos". Luego, eso sí, se los ve en el Cerro Catedral de Bariloche gastando 150 dólares por día. No formaré parte de eso de ninguna manera. Grité los goles de River, lo confieso, por arrastre e inercia. Pero pensado en esta gente, hasta quizás no hubiese compartido ni el grito.

"Tuzzio no juega, porque anoche le agarro fiebre", le comenta a mi lado una chica de 15 años a otra, las dos fanas de River. ¿Cómo lo sabía? ¿Acaso llamó al teléfono privado a la mujer del defensor de River la noche anterior? Otro personaje tópico del fútbol insulta al árbitro por no estar de acuerdo con sus determinaciones en el campo de juego. Aún cuando un jugador con camiseta de River golpee un trompazo en la nariz a un contrincante a la vista de todos, la expulsión será la más injusta de todos los tiempos. Se ve lo que se quiere. Aún más, en algunas ocasiones, su mente les hace saber que la pelota del delantero rival se fue junto al palo cuando, en la realidad perceptiva, fue gol del otro equipo.

El carrilero derecho de Estudiantes, por su parte, había jugado en Boca. Para los hinchas millonarios, aquello es imperdonable y merecedor de un destierro junto a Lucífer en la Eternidad. Igual da si este muchacho es buena gente, si es solidario con la sociedad o si cumple su trabajo con honestidad y nobleza. Por siempre será un "bostero hijodeputa y boliviano". Salvo que, algún día, este muchacho juegue en River y tenga éxito. Para entonces, en cambio, le lloverán flores y aplausos.

Estas circunstancias, en cualquier otro contexto, semblarían ridículas y absurdas. Como un recital de música sin sonido.

AGENCIA TELAM

Comienza el partido a las 14.12, luego que desde lo alto de una tribuna el operador de la TV diera el okey a los asistentes del árbitro. Diez jugadores se avalanzan de forma simultánea hacia el balón. Saco la entrada de mi bolsillo y la vuelvo a mirar. Sospecho que podía haberme equivocado de deporte. Aquello, más bien, se asemejaba al rugby o fútbol australiano.

A los cuatro minutos, Estudiantes se adelanta en el marcador con un implacable cabezazo de su delantero interior. Tan contundente fue el testarazo que hasta lo pude escuchar, a unos cincuenta metros de la jugada. "Hijodeputa deja de robar", le gritó un hincha a Ariel Ortega, ídolo, a quien había vitoreado apenas salió del campo. "Andate, Daniel", exclaman a mis espaldas. Era un anciano que había derramado llantos de alegría cuando Daniel Passarella había alcanzado los títulos en la Selección argentina como jugador y en River, en este caso en el mismo campo y también como director técnico. Vaya injusticia. Este anciano, infectado con la popular amnesia selectiva del fútbol, recuerda las fechas de cada partido (hasta los entrenamientos) de River en los últimos 50 años. Y hasta puede precisar que "aquel día contra Barracas, en el 59, ganamos 7-0. Cinco de Moreno y dos de Lousteau. Ese día hizo frío y llovió mucho".

El seguir el equipo de sus amores le dio cohesión a su vida. Le organiza las semanas, le estructura sus tiempos mentales. Como me dijo una vez el fallecido periodista Juan Zuanich (un gran ser humano y ocurrente periodista) en la redacción de Olé: "La gente común no dice que tiene 40 años. La gente dice: 'yo viví diez Mundiales de fútbol'". Eduardo Galeano, Mario Benedetti y Juan Villoro, entre otras voces intelectuales de la pelota en América Latina, podrían afirmar lo mismo con orgullo. En Europa, por contrapartida, el fútbol es una práctica vulgar, coloquial. Aquel que ose comentarla será contaminado por los vicios de las muchedumbres, se piensa.

Pensándolo bien, qué aburrida y monótona podría ser la vida de millones de argentinos (y otros tanto en el mundo, desde ya) sin el fútbol. Sin el levantar la cabeza e imaginar el próximo partido de su equipo, con independencia del último resultado. La ilusión revive cada semana. El juego en sí, de lo mal que se juega a agosto de 2007, ya no divierte a nadie, reconozcámoslo. Potrero, ausente. Técnica, ausente. Elegancia, ausente (más vale volver a ver los vídeos de Platini, Francescoli o Zidane). Pizarras, ¿ausentes? Sin embargo, a 130 años de su creación, el football divierte y entretiene porque no es más que una "dinámica de lo impensado" (antología de textos recopilados por el periodista Dante Panzeri). Meses de trabajo o millones de dólares invertidos para que, luego, un petizo, rengo y disléxico consume el triunfo ajeno mediante una pifia en el último minuto del tiempo añadido.

La hinchada de River juega su propio partido de espaldas al campo. Sus cánticos poéticos hacen referencia, siempre, al propio equipo en su sentido abstracto y a las hinchadas rivales (el 90%). El resultado parecería no importarles. El orgullo recae en "tener aguante", "tener huevo" y correr a los otros barras sin ser corridos. Recuerdo que la primera vez que fui a la cancha de Boca como simpatizante de River, "mi equipo" (yo no jugué) fue apalizado por el del entonces capitán Diego Maradona (4 a 1 en junio de 1996). No obstante, uno de los muchachines con los cuales compartí la odisea al barrio de La Boca se fue extrañamente alegre de La Bombonera. "Los de River cantaron mucho más -me dijo-. El partido lo ganamos nosotros".

River derrotó hoy 4 a 2 a Estudiantes. Escribo estás líneas al mismo tiempo que los periodistas completan las páginas de Deportes en las redacciones. Fue un espectáculo entretenido y de suerte cambiante sobre el final. Hay quien dirá que los últimos minutos fueron un "auténtico infarto" (yo no he visto morir a nadie en el césped) y que "River salió de la crisis con su primer triunfo en el torneo, lo que, al mismo tiempo, dio un respiro a su cuestionado entrenador, Daniel Passarella". Los absurdos me vuelven a retorcer esta tarde. En mi caso, titularía así:

"El Gobierno continúa manipulando los índices de desocupación: 25 mil personas se congregan en un estadio de fútbol a las 14 horas de una jornada laborable"

24 de agosto de 2007

Estamos Unidos


Fuera de América Latina, el término América es exclusivo para referirse a los United States of América. Los americanos son ellos, los yanquis, los gringos. Un documental americano, dicen en España o en Francia, es un documental producido en EE.UU., ni en Guetemala ni en Perú ni en Uruguay. The american way of life, The american pie (un film que denosta la inadjetivable cultura de esta gente hoy). Todo es americano, sin ningún tipo de aclaraciones. ¿Para qué? Américo Vespucio fue uno de los primeros aventajados que dio cuenta que las naves de Colón no habían llegado a Las Indias orientales, las tierras de las ansiadas especias por los banqueros de Toledo, sino a otro enorme pedazo de corteza terrestre. Los del norte de América se apropiaron del término -acaso como todo-, al extremo que el resto de los americanos deben rotularse latinoamericanos, centroamericanos, sudamericanos o lo que fuere. Americanos son sólo ellos. En Australia o Senegal, si no, no se entendería. Nos han obligado a asumir esta particular derrota.

La Historia en Occidente comenzó mucho antes que existiese un estado moderno EE.UU. Es un alivio. Revisar los libros de las edades Antigua y Media y no encontrar referencia alguno sobre un pueblo hegemónico, organizado con armas sofisticadas, osado y esquisofrénico por dominarlo todo en el norte de América. Hubo otras formas de poder, otra explotación, pero no perpretada por los actuales patrones. La bibliografía del siglo XX ya se comienza a idolatrar a la ciudad de Nueva York como a ninguna otra. Mal asunto. Londres y París fueron desplazadas como los epicentros de la cultura, las artes y la ciencia. Una pena. La Historia se desplazó geográficamente.

Pero el asunto viene a que tenemos un desconocimiento muy grande de cómo los usos, hábitos y creencias de los americanos del norte se instalaron como residentes en nuestros sistemas, acaso como un caballo de troya informático. De un modo inconsciente y progresivo, las estéticas, formas de hablar o aspiraciones en la vida de los de arriba se han impuesto por sobre un importante sector de las sociedades del resto del mundo occidental. Son un referente invisible para todo: aún culturas europeas anteriores a la estadounidense son envenenadas. Aún París está contagiada de las postales del show, el entretenimiento barato, la pereza intelectual.

¿Qué decir de las vestimentas? ¿Qué decir del rap, el hip-hop, Hollywood, Coca-Cola? Aclaración: una cosa es comer una salsa de Malasia, otra, muy diferente, es pensar como los habitantes de malasia.

Decía Madonna, hace cuatro años, en una entrevista a una revista londinense. "¿Si elijo entre Nueva York o Londres? Bueno, los ingleses quieren, sobre todo, disfrutar de la vida al menor costo. Los americanos, por su parte, están pensando todo el tiempo en cómo hacer mucho dinero y ser famosos".

Hacer mucho dinero y ser famosos. ¿Cuántos jóvenes se presentan a los castings de reality shows u otros concursos de la televisión fuera de los Estados Unidos?

Madonna es un estandarte de la mencionada cultura, pero no es tonta. Algunas cosas ve. Casualmente, yo noté en su última gira que durante el concierto (lo vi por televisión), cada tema tenía una escenografía, coreografía y actores diferentes. Cada bendito tema (un presupuesto descomunal). La música era secundaria. Michael Moore, el periodista que mete las narices donde los políticos de su país no desean, cae también en aquel fantasma invisible de lo american. Se jacta en sus informes de la miseria del sistema político de EE.UU., así como ciertas falencias del american way of life. Sin embargo, este monstruito roedor de los cinco continentes también se lo merienda a él. Su forma de narrar sus documentales, las estéticas que utiliza, el afán por la espectacularidad... Es muy americano. I'm sorry.

Confieso que soy un mendigo del cine europeo independiente, preferentemente anterior a los años 90. No puedo, no puedo más, con las series y las películas estadounidenses de últimas facturas. Salvo excepciones -quién dejaría de ver a Al Pacino o Robert de Niro-, pero en su gran mayoría, ya no soporto ni el acento del inglés americano de ciertos actores y actrices de Hollywood. Me enerva. Los he dejado, quizás sin vuelta atrás, porque quiero pensar, me gusta pensar. Me gusta que me hagan pensar, ante todo.

Hace unos días revisaba los canales que incluye el sistema de televisión por cable argentino. El 80% son señales de Estados Unidos, de series o largometrajes made in USA o de empresas latinas que transmiten desde Miami, Atlanta o Los Angeles. El resto de emisiones dependen de alguna forma u otra de capitales norteamericanos. ¿Alguna vez comprenderán que el béisbol o el fútbol americano -otra vez- nos resultan prácticas deportivas propias para la tontería o una buena siesta?

No todos callan. Una productora independiente de cinematografía en la Argentina se denomina Grupo Mascaró, Cine americano. No es una ingenuidad; es pura intencionalidad en el membrete. Y, debo confesarlo, hacen cine americano propiamente dicho. Pero del bueno. Tuve que utilizar mi neuronas durante la proyección. Gracias.

21 de agosto de 2007

Escucho voces auténticas

No son rubias de ojos celestes. No tienen las tetas ni la nariz operada. No cantan por dinero, ni quieren ser millonarias o famosas, el abismo de los abismos de este mundo. No tienen un conocido que sea conocido de un mandamás del mundo del espectáculo (no son unas enchufadas, decía). No fingen orgasmos encima del escenario. No son apáticas con el público una vez que descienden de los escalones. Ninguna pretende superar a las otras en su carrera profesional (no hay codazos ni pisotones). No cantan en Colón (aunque se esmeran como si). No pretenden llegar a Gran Hermano, Cantando por un sueño (si no existe, ya existirá en breve) o algún otro concurso para idiotas confesos en la televisión. Ni tampoco sueñan con conducir un programa para el resto de los idiotas que, cada día, durante largas horas, completan su proceso de idiotización frente a un electrodoméstico (no me refiero al microondas, pero casi).


lapercantaescuchovoces.blogspot.com

Sí, en cambio, cantan por amor al arte. Sí ensayan a cambio de 0 (CERO) dólares (al menos hasta ahora). Sí se ríen cuando sienten la risa o gritan cuando se les viene en gana. Sí son humildes frente al público. Sí entienden lo que es un espectáculo de calidad. Sí entienden que su séquito, por más menudo que fuere, no es idiota confeso. Sí tienen un sentido colectivo de la producción artística -son seis voces-. Sí dividen las maderas del escenario de forma equitativa. Sí saltan pese a que sus tetas midan más de los parámetros preferidos por las agencias de modelos. Se trata, en cuestión, de un auténtico grupo musical, el sexteto de murga La Percanta (Escucho voces).


lapercantaescuchovoces.blogspot.com

8 de agosto de 2007

52-horas-tren-India

Rishikesh, India, diciembre de 2003. Damián no se percató cuando la arrugada mano de aquel madrugador pescador indio cogió nuestro bolso y así perdí mi cámara fotográfica y un estimadísimo pantalón de baño. Habíamos decidido dormir en aquella playa de ensueño para despertarnos frente al brillo cegador del Mar arábigo. Unas palmeras de tronco grueso y de una extraña sabia color naranja escoltaban esa porción de arena trágica y mágica. Una barca abandonada era el testimonio de la continua presencia humana en la desolada costa del norte de Varkalá, un cliché del tour de todo extranjero que visita el sur de la India como un pájaro que picotea de nido en nido.

El hurto me enfadó. Sospeché que el autor podría haber sido el hombre que la tarde anterior nos había engañado con sus buenas intenciones convidándonos con un cigarro de hierbas autóctonas. La profecía resultó cierta. Unos lugareños nos habían advertido que había que tener mucho cuidado con los indios de origen musulmán. En la zona del hurto, casualmente, no frecuentaban indios de confesión hindú. Quedé, pues, sumido en una honda frustración porque, hasta el momento, los anfitriones se habían comportado como unos auténticos Señores. Era impensado que nos pudieran robar en la hospitalaria y respetuosa India, pero pasó. Es lo que los viajes enseñan a uno: la picardía, la envidia y la necesidad son universales.

El tren Ernakulam-Nizzamudin Express partía a las 18.30. La inútil denuncia que había hecho en la comisaría local (un agente redactó el acta del robo en una hoja que recogió sin escrúpulos del pegajoso suelo, pisoteada y resquebrajada) nos había demorado en demasía. Además, tuve que tomarme otro rato para encontrar una nueva cámara de fotos decente para disparar nuevos recuerdos durante la travesía. No iba a ser cosa de atravesar la India, recorrer tres mil kilómetros desde el vértice sur al norte, presenciar atardeceres de soles obesos y noches de lunas raquíticas sin una captadora de eternos momentos en mis manos.

La barba desarreglada y abandonada de Damián sudaba la gota tropical. Mi copiloto de una travesía de seis meses titulada “Asia (lo desconocido)” en mi diario de viaje me aguardaba en la estación. Estaba un tanto nervioso. La hora de salida le ahorcaba y yo no regresaba. Deseábamos abandonar la selva de Keralá para emprender viaje a Agra, el hogar del Taj Mahal. Debíamos, sí o sí, tomar ese tren. De lo contrario, podíamos demorarnos otra semana en conseguir dos billetes en la Sleeper Class para alguno de los destinos principales del norte indio. Vale explicarlo: conseguir un sitio disponible en esa clase es harto complicado en un país de más de mil millones de habitantes. En la India, todos los autobuses viajan abarrotados. Todos los trenes funcionan siempre llenos, los de corta distancia y lo de larga también. Jamás uno encuentra un bendito lugar vacío que sonría. Ni siquiera el del acompañante del conductor del autobús, un privilegiado sitio reservado a algún amigo o familiar del chofer.

Los indios se dirigen desde un sitio hacia otro sin detenerse. No pudimos averiguar para hacer qué. La cuestión es ésa, moverse, alejarse de la masa, distinguirse de la masa.

Cuarenta dólares me rescataron del problema de la cámara (me compré otra barata) y por fin tomamos el tren. La adrenalina fue en vano. Como suele ocurrir en la India, los trenes parten con retraso de forma habitual, casi sistemática. La red ferroviaria consta de miles de kilómetros de carriles embarnizadas de excrementos y residuos (las letrinas desembocan en las vías), cientos de trenes que enlazan incalculables pueblos y ciudades de esa gigantesca geografía.

A las 17.30 de un soporífero y asfixiante sábado de otoño indio comenzó el viaje más largo que Damián y yo habíamos experimentado en nuestras cortísimas vidas. Uno podría imaginar la diversidad de cosas para hacer entre un sábado por la tarde y un lunes por la noche. Damián y yo, sin embargo, siempre estuvimos dentro de aquel tren. Cincuenta horas de paciencia, reflexión. Cincuenta horas de contacto con los otros, esos seres que habían nacido a miles de kilómetros de distancia... Individuos que piensan y se comunican en una lengua totalmente ignorada, ajena e incomprendida por dos argentinos. Nombres y apellidos de carne y hueso que adoran unas divinidades que poco pueden equipararse al Dios de las escrituras sagradas de las religiones monoteístas de Occidente.

La Sleeper Class, una categoría provista de cuchetas de cuero celeste empolvadas, nos cobijó durante la odisea. La cama de Damián y la mía daban al pasillo corredor. Fue el infortunio del azar que impera en un contexto de mil millones de habitantes. Mientras que las otras seis cuchetas situadas frente a las nuestras fueron ocupadas por un grupo de profesores que vivían en la costera ciudad de Mangalore. En aquella ciudad de escaso interés turístico se había incorporado en mi archivo de imágenes una cruda postal de dos enanos deformes sin brazos ni piernas, quienes pedían a grito desesperado una humilde limosna desde una acera situada en medio de una ancha avenida.

De súbito nos amigamos con el equipo de docentes. Como es costumbre, el primer contacto con un indio implica para el visitante una serie de preguntas de rigor con una sana curiosidad. “¿Cuál es su país?, “¿Cómo te llamas?”, “¿Qué edad tienes?” “¿De qué trabajas?”,¿Te gusta la India?”, interrogan mediante un inglés improvisado, agramatical. Eran las cinco preguntas, y en idéntico orden, que respondíamos una y otra vez. A Damián ya le agobiaba este trabajo protocolario. Yo, en cambio, respondía a gusto. Como acaso lo había hecho con el funcionario de la aduana del aeropuerto de Bombay que me había dado, a puro orgullo, la bienvenida a su país.

Thrisur, Coimbator, Erode, Salem, ¿Cuál es tu país?. Diez horas de viaje vividas. Cuarenta por vivir.

Una mujer de unos treinta años y su hijo viajaban en las cuchetas contiguas del vagón. El pequeño indiecito no pudo pegar un ojo en todo la longeva noche. Su progenitora sacrificó su propio descanso para consolarle. Eran las dos o las tres de la madrugada. Un carnaval de ronquidos, inhalaciones y exhalaciones retumbaban más alto que el mismo sonido del roce metálico del tren y las vías. Observé durante unos minutos a la madre mientras compartía la peste del insomnio con el pequeño. La mujer, que llevaba un vestido largo de colores penetrantes, me devolvió la mirada y en voz silenciosa y una envidiable amabilidad me preguntó desde su cama:

—¿Puedo iniciar una conversación con usted?

—Por supuesto que sí —le respondí—.

—¿Cuál es su país?

El tren se detenía cada hora, hora y media. Cuando alcanzamos Katpadi los despertadores se encendieron. Los gritos amplificados de “Isitaa vara varé, varé”, “Chaaa, chaaa, chaaa” no cesaron a centímetros de mi oreja derecha, rendida al pasillo del vagón. El té con leche indio y el nombre de otros productos alimenticios vernaculares difíciles de memorizar se repetirían durante minutos y, por desgracia, durante todo el viaje. Damián estaba incrédulo. Con su pasional acento argentino increpó a la multitud: “Déjenme dormir, por favor”. Digo multitud porque, además de nuevos pasajeros, sus familiares, y vendedores ambulantes, habían subido al vagón otras treinta personas sin motivo aparente.

Juegos de cartas, lecturas sobre legendarias proezas de yoguis indios, diálogos redundantes. La plasticidad del tiempo comenzaba a pesarnos. Nos aburríamos. Los profesores nos invitaban a que nos sumásemos a su indescifrable cultura lúdica. A la hora de la siesta del domingo, aunque siempre podía ser la hora para un descanso, nuestros vecinos comenzaron a reír. Lógicamente, Damián Low y yo no comprendíamos más que el saludo namaste. Entre las carcajadas, de pronto, uno de ellos dijo:

—Cutursi Damianlo’.

Mi compañero de viaje no lo oyó, yo reí. Luego no les pregunté qué habían dicho. Preferí imaginar qué mitos o cuáles fantasías sobre esos extraterrestres suramericanos se estaban montando. Reí mucho. Ellos más. Al mismo tiempo, me asomé en una de las ventanas y contemplé el atardecer. Nunca había visto un sol tan grande, tan encendido. Se asemejaba a un ocaso simulado por ordenador, cercano a la imaginaria perfección. Pero era cierto: yo estaba ahí, en el ecuador de la India, y la fuente de luz era fuente de luz.

El lunes a primera hora de la mañana el ritual se volvió a repetir. Esta vez ya estábamos preparados. Damián, orgulloso de su perspicacia germinada en el Río de La Plata, me miró desde su cucheta superior y me susurró: “Esta vez no nos joden”. El bis de las ventas al por mayor incluso me agradó. Presté suma atención a los cánticos, para constatar si coincidían con los del día anterior. Así fue. La misma musicalidad, el mismo chai pasado de leche, la misma indigestión.

Thrisur, Coimbator, Erode, Salem, Katpadi, Renigunta, Viajayawada, Warangal, Nagpur, Itarsi, Bhopal. ¿Cuál es tu país? Isita vara varé. Damianlo’, Isita vara varé. Treinta y ocho horas vividas, doce por vivir.

El último día transcurrió de forma veloz. El cariño que habíamos engendrado por nuestros vecinos profesores y la entrañable mujer y su hijo nos hacía entristecer a medida que nos acercábamos al final del trayecto. La cuenta atrás perdió todo sentido. Por eso, al bajar de la Sleeper Class del Nizzamudin Ernakulam-Nizzamudin Express, a las 19.30 del lunes, tuvimos la sensación que aquel maratón sobre rieles no había sido un mero viaje, sino una enriquecedora estadía en movimiento.

6 de agosto de 2007

No escribiré un artículo sobre los Kirchner en este blog

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