18 de junio de 2007

Memorias de la tierra eterna, el conflicto eterno

¿Por qué al mundo le interesa con demasía la crisis humanitaria de Gaza o las tramas de corrupción de algunos miembros del gobierno israelí? ¿Por qué todos aquellos que no son israelíes -o judíos- y palestinos -árabes o musulmanes- consumen a diario información de una contienda que les es ajena desde lo sentimental hasta lo identitario? ¿Por qué editores de periódicos de todos los relieves opinan en columnas a toda página sobre una problemática en un fango en el cual ellos jamás han metido la bota (ni lo harán), alzando la tinta a miles de kilómetros de distancia?

La primera vez que estuve en la región fue hace exactamente diez años y cuatro meses. Entonces, el pasadiso entre el Muro de los lamentos, en el barrio judío dentro de las paredes de la ciudad antigua de Jerusalén, y el perímetro de las Mezquitas, ya en el cuarto musulmán, estaba abierto a los visitantes, fueran judíos, cristianos o budistas. La mezquita de Al-Aqsa (primera imagen) y el Domo de la Roca en su interior podían conocerse en su intimidad. Existía la chance de pisar sus alfombras, acercarse a la piedra a través de la cual Mahoma, según dicen las sagradas escrituras del Islam, subió con un caballo hacia Alá. Belleza arquitectónica, atracción espiritual, zenit de los sentidos. De los trecientos miembros del contingente de jóvenes que allí estábamos, sólo tres guatemaltecas y yo tuvimos el valor de entrar en el territorio "prohibido" para cualquier israelí de a pie.



Por aquel momento sabía muy poco de la contienda histórica entre Israel y los palestinos; vestía una campera de los New Jersey Nets. La cúpula de oro me atrajo de tal forma que la fotografié de todos los ángulos, de cerca y de lejos, arriba y abajo. Fue cuando uno de los cuidadores del monumento me llamó la atención. "¿Es usted periodista norteamericano?", me preguntó (fue una premonición de este sujeto, al fin y al cabo). "No, soy un turista argentino", le respondí. Al tratarse de un objeto de adoración, los flashes de mi cámara no le agradaron y tuve que irme de allí. Nadie me quitó lo bailado. Las fotos, hechas están. Acto seguido visité el Museo islámico de Jerusalén (segunda fotografía) y logre atravesar la barriada palestina -donde viven 300 mil personas hacinadas- de la misma vieja Jerusalén con un dubón, una chaqueta que identifica a primeras de cambio a un ciudadano israelí. Todavía no había cumplido los 18 años. Tuve suerte. Eran tiempos de relativa tranquilidad en Israel y los territorios palestinos.



En mi segunda visita a la Tierra Santa, en enero de 2000, los turistas aún podían visitar determinadas zonas de jurisdicción bajo la Autoridad Nacional Palestina (ANP) -shtajim en hebreo- los territorios que el Ejército de Israel ocupó en 1967 durante la Guerra de los Seis Días. Un bus con patente israelí nos trasladó desde Jerusalén hacia Hebrón (el paisaje que se vislumbra detrás del soldado somalí con pasaporte israelí y yo), unos 70 km al sur de la capital política de Israel, dentro de la tierra palestina. No es una ciudad árabe típica. La maqueta es el siguiente: 150 mil palestinos que residen en las colinas encierran a 450 ciudadanos israelíes ortodoxos. Estos, a su vez, rodean las "Tumbas de los monarcas" (Abraham, Isaac, Jacob y sus respectivas mujeres). Por cada medio israelí y 75 mil palestinos hay un soldado salvaguardando los rezos judíos.


Después de visitar el mausuleo y pasear entre románticos enrejados, el autobús emprendió el camino de vuelta. El colectivo tenía patente de Israel -reitero- y debía recorrer unos diez kilómetros antes de regresar a territorio bajo custodio israelí. En el trajín pude distinguir un campo de refugiados al costado del camino. En mi vida volví a ver semejante postal tenebrosa, ni en la India hambrienta, ni la África asfixiada por el calor y la malnutrición. Los palestinos apátridas dormían en grandes carpas y, según leí tiempo después, orinaban en el mismo lugar donde dormían. Al pasar el campamento -allí nacen los grupos islámicos más radicales, educados a base de odio y venganza- un niño hizo señas sospechosas. Metros más adelante, cayeron piedras de un tamaño superlativo contra el micro. El bus por fortuna, estaba blindado. Un cosquilleo respecto a lo que se vive a diario en los territorios palestinos. El susto, susto fue.

En setiembre del mismo 2000, el entonces primer ministro israelí, Ariel Sharon, dio un paso en falso en la Explanada de las Mezquitas para, según un sector de los analistas, provocar al pueblo palestino. Resultado nefasto. En el otoño de aquel año comenzó la Segunda "Intifada" (levantamiento del pueblo palestino) cuyos alcances son causa de la catársis que hoy gobierna la región. Aquella caminata por uno de los recintos sagrados del Islam -después de La Meca y Medina, ambos en Arabia Saudita- también cerró las puertas al turismo, los israelíes (tampoco suelen oler los claveles por los jardines del enemigo) los historiadores y arqueólogos que no fueran musulmanes y, desde luego, periodistas. Ya no hubo fotos cercanas a los palestinos en mi última visita, en el insoportable agosto de 2003 (verano en el cual fallecieron 50 mil europeos por el calor). Cuando quise regresar a la mezquita de Al-Aqsa, ya a punto de cumplir 25 años, un soldado israelí me enseñó un papel que debía firmar si quería pasar al otro lado: "La Policía israelí no se hace responsable por los daños o la muerte que el firmante puediera padecer". Solicité un bolígrafo, pero el soldadito de entre 18 y 19 años de edad se negó a darme uno. "No me metas en problemas; no puedes pasar hoy". Y asunto cerrado, porque era él quien estaba armado.

Sin embargo, la última vez que recorrí el mercado árabe de la Jerusalén antigua mantuve una reveladora conversación con un comerciante palestino. "Ningún país árabe nos quiere, ya nos han echado de todos los países. Israel no nos quiere. El resto del mundo nos defiende pero se trata de una solidaridad hipócrita. No mueven un pelo por nosotros. Somos pocos, sin recursos, y no tenemos peso en ninguna organización internacional con poder en el mundo. Somos el pueblo elegido, el pueblo elegido al olvido". Luego le pregunté por los atentados suicidas, si él los aprobaba. Me respondió así: "¿Acaso todos los israelíes apoyan los carros de combaten que destrozan las viviendas en Gaza y Cisjordania, o los jóvenes soldados que se divierten jugando al tiro al blanco con chicos palestinos?".

Funda, fundar, fundamento, fundamentalismos. El ejército de Israel es tan nazi como los alemanes. ¡Genocidas! Los palestinos son todos terroristas, ¡hay que matarlos a todos! Bush y Sharon son los verdaderos terroristas. El lobby judío-estadounidense financia la muerte del pueblo palestino. Muerte a Bush y a Olmert. A Hamas no le interesa la paz. Viva Hezbolá, que aguantó al todopoderoso ejército israelí. Viva Eretz Israel, la tierra que Dios le prometió al pueblo judío. Viva Palestina, la tierra donde siempre vivieron los palestinos. Arafat estafó a los palestinos, que se jodan. Los israelíes son ricos; los palestinos, pobres. El Estado "hebreo" es asesino. El ejército "judío" mata a sangre fría a inocentes. No se puede negociar con los palestinos, sólo nos quieren ver muertos. No se puede negociar con Israel, que es un títere de los intereses de Estados Unidos. ¡Quememos banderas de Israel y Estados Unidos, arriba el pueblo palestino libre, basta de opresión! Hay que retirarse de los territorios, hay que devolver las alturas del Golan, hay que vender todo el país y marcharnos a otro lado. Basta de guerra, basta de jóvenes muertos en el frente. ¿Qué hacemos con los palestinos, les cortamos el agua y el gas? Escucha, escucha, hermano palestino: la paz en medio oriente es el único camino. ¿"Paz" dijeron?

Sólo tengo una certeza. Nos moriremos y allí continuarán aún con los morteros.

1 comentario:

Luci dijo...

¡Que documento, guau!
Haber viajado tanto a tu edad y poder contarlo es una bendición de Dios, que es el mismo para todos (aunque Palestinos e isalelíes digan lo contrario).


Felicitaciones por la decisión de continuar.